dissabte, 10 de juny del 2017

Memorias de Winston S. Churchill XL 25-12-1953


LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL


Epilogo sin gloria
(Mr. Attlee, que entonces se hallaba en la oposición, aceptó  la invitación del primer ministro para que le acompañase a la conferencia de Potsdam en calidad de «amigo y consejero». Los resultados de las elecciones generales no se conocían aún, y con objeto de evitar una situación incómoda. los miembros políticos de la delegación británica abandonaron la conferencia el 25 de julio de 1945 y se trasladaron a Inglaterra para esperar allí el escrutinio.)

Aquella última conferencia de «los tres» se desarrolló bajo el signo de la frustración.
No he intentado siquiera evocar todos los problemas que fueron planteados, aunque no resueltos, en el curso de nuestras diversas reuniones.
Me he limitado a exponer lo que entonces sabía de la bomba atómica y a esbozar el terrible problema de las fronteras germano-polacas. Estos acontecimientos siguen pesando hoy sobre nosotros.

Un brindis «sui generís»
Solo me falta mencionar, los contactos personales y sociales que iluminaron un poco nuestros sombríos debates. Cada una de las tres grandes delegaciones invitó a su vez a las otras dos.

Empezaron los norteamericanos. Cuando me tocó el turno, propuse un brindis por «el jefe de !a oposición», añadiendo «sea quien fuere».
Esto regocijó mucho a Mr. Attlee, lo mismo que a toda la concurrencia. La cena ofrecida por la delegación soviética fue igualmente agradable. Después hubo un concierto muy bueno, en el que intervinieron eminentes artistas rusos. Pero el festejo se prolongó hasta hora tan avanzada de la noche, que yo me eclipsé antes de que terminara. Me correspondió a mi dar e! banquete final, en la noche del 23 de julio.
Lo preparé con gran amplitud, invitando a los jefes militares, asi como a los miembros de las delegaciones. Situé al Presidente a mi derecha y a Stalin a mi izquierda. Hubo muchos discursos, y Stalin. sin asegurarse siquiera de si todos los sirvientes y ordenanzas habían abandonado la sala, propuso que celebrásemos nuestra reunión siguiente en Tokio.
No cabía duda de que Rusia iba a declarar la guerra al Japón de un momento a otro. Había concentrado ya grandes masas de fuerzas armadas en la frontera, dispuestas a hundir el frente japonés en Manchuria, tan débil a la sazón.

El cazador de autógrafos
A fin de que el ambiente tuviese un carácter menos envarado y oficial, cambiábamos de sitio de vez en cuando y el Presidente se sentó frente a mi.
Sostuve otra conversación en tono sumamente amistoso con Stalin, que estaba de un humor excelente y no parecía tener la menor sospecha acerca de la sensacional noticia que el Presidente me había dado en relación con la nueva bomba.
Me habló con entusiasmo de la intervención rusa en la lucha contra el Japón, contando, al parecer, con muchos meses de guerra, a la cual Rusia imprimiría una amplitud creciente, limitada tan sólo por la capacidad de transporte del ferrocarril transiberiano.
Al poco rato se produjo un hecho curiosísimo. Mi formidable huésped se levantó de su asiento y con la minuta del banquete en la mano, fue dando la vuelta a la mesa para recoger la firma de muchas de las personalidades allí presentes. Nunca me lo hubiese imaginado como un cazador de autógrafos.
Cuando regresó a mi lado, escribí mi nombre como él deseaba, y luego nos miramos y nos echamos a reír.
Los ojos de Stalin refulgían de júbilo y de buen humor. Como ya he dicho en otra ocasión, los delegados soviéticos en el curso de aquellos banquetes bebían siempre a la hora de los brindis en unos vasitos minúsculos.
Stalin no había alterado jamás este sistema. Pero aquella vez decidí tomarle la delantera. Llené de coñac dos vasos pequeños de clarete: uno para él y otro para mí. Le miré de un modo significativo, y ambos vaciamos de un solo trago el contenido de los vasos. Luego nos miramos fijamente uno al otro con aire aprobatorio.
Después de una pausa. Stalin dijo:  —Si considera usted imposible darnos una posición fortificada en el mar de Mármara, ¿no podríamos disponer de una base en Dedeagach? Yo me limté a contestarle: — Apoyaré siempre a Rusia en su deseo de tener acceso durante todo el año al mar libre de hielos.

Un «momento estelar»
Al dia siguiente, 24 de julio, después de terminada nuestra sesión plenaria, nos levantamos de la mesa y nos pusimosa charlar en grupos de dos o tres personas antes de dispersarnos.
Vi que el Presidente se acercaba a Stalin y que los dos se ponían a hablar sin tener junto a ellos más que a los dos intérpretes. Yo estaba a unos cinco metros de distancia y observaba con la máxima atención aquella trascendental conversación. Sabia lo que iba a hacer el Presidente.

Era de importancia capital ver la forma en que reaccionaría Stalin. Estoy viendo la escena como si se hubiese desarrollado ayer. Stalin parecía encantado. ¡Una nueva bomba! !De una potencia extraordinaria! ¡Probablemente capaz de ejercer un efecto decisivo sobre toda la guerra contra el Japón! ¡Qué maravilla!
Tal fue mi impresión en aquellos momentos, y estoy seguro de que Stalin no tenía ni la menor idea de la importancia de lo que estaba siéndole revelado. Era evidente que la bomba atómica no había intervenido para nada en sus planes y esfuerzos bélicos si hubiese tenido la más leve idea de la revolución que estaba en marcha en los asuntos mundiales, sus reacciones habrían sido muy otras.
Nada le hubiese sido más fácil que decir: «Muchas gracias por hablarme de su nueva bomba. Naturalmente, yo no tengo conocimientos técnicos en la materia. ¿Puedo enviar mañana por la mañana a mis especialistas en estas cuestiones nucleares a ver a los de usted?» Pero su rostro siguió mostrándose jovial, sin revelar la menor preocupación, y la charla entre los dos potentados terminó muy poco después.
Mientras esperábamos nuestros coches, me encontré cérca de Truman. — ¿Cómo ha ido? —le dije. — No ha hecho ni una sola pregunta — repuso. Yo tenía, por lo tanto, la seguridad de que en aquella época Stalin no sabía nada acerca del vasto proceso de investigación a que desde hacía tanto tiempo estaban dedicados los Estados Unidos y la Gran Bretaña, y en el cual Norteamérica, realizando una jugada heroica, había invertido más de cuatrocientos millones de libras esterlinas.
Asi terminó el asunto por lo que se refiere a la conferencia de Potsdam. La delegación soviética no volvió a aludir a este tema, ni las nuestras lo mencionaron de nuevo.

La porfia en torno g Polonia
El 25 de julio volvió a reunirse la conferencia. Era la última sesión a que yo asistía. Insistí sobre mi punto de vista de que el problema de la frontera occidental de Polonia no podía ser resuelto sin tener en cuenta al milión y medio de alemanes que residían aún en aquella zona, y el Presidente hizo constar que un tratado de paz sólo podía ser ratificado con la aprobación del Senado.
Era preciso, dijo, encontrar una solución que él pudiese someter honradamente al pueblo norteamericano. Yo dije que si se permitía a los polacos asumir la posición de una quinta potencia ocupante sin que hiciéramos nada para que los víveres producidos en Alemania fuesen distribuidos equitativamente entre toda la población alemana y sin ponernos de acuerdo acerca de las reparaciones o del botín de guerra, la conferencia habría fracasado.
Esta red de problemas se hallaba en el centro mismo de nuestra labor, y hasta aquel momento no habíamos llegado a ningún acuerdo.
Siguió la porfía. Stalin dijo que. era más importante extraer carbón y minerales del Ruhr que el problema de los alimentos. Yo contesté que sería necesario cambiar aquellos productos por víveres procedentes del Este. De no ser así, ¿cómo podrían los mineros extraer carbón? — Antes ya importaban alimentos — repuso mi interlocutor — Pueden, volver a hacerlo ahora. — Pero ¿cómo pagarán las reparaciones? —Aun queda suficiente grasa en Alemania — fue la ceñuda respuesta. 
Yo no estaba dispuesto a dejar morir de hambre a las gentes del Ruhr por el hecho de que los polacos retuvieran en su poder todas las tierras productoras de cereales en el Este. La propia Gran Bretaña andaba escasa de carbón. — En tal caso, utilicen prisioneros alemanes en las minas— dijo Stalin;— En Noruega hay todavía cuarenta mil soldados alemanes.
Pueden ustedes cogerlos de allí. — Estamos exportando nuestro carbón a Francia, Holanda y Bélgica — dije—. ¿Porqué los polacos han de vender carbón a Suecia, mientras la Gran Bretaña se priva del suyo para enviarlo a los países liberados? —Pero aquél es carbón ruso — contestó Stalin —.
Nuestra situación es aún más difícil que !a de ustedes. Hemos perdido más de cinco millones de hombres en la guerra y sufrimos una terrible falta de mano de obra. Yo volví a la carga. —Estamos dispuestos a enviar carbón, del Ruhr a Polonia o adonde sea. siempre que recibamos a cambio víveres para alimentar a los mineros que lo producen. Esto, al parecer, hizo reflexionar, a Stalin. Declaró que era necesario estudiar todo el problema. Yo le dije que tal era mi opinión y que solo deseaba señalar las dificultades con que nos hallábamos. Así terminó el asunto por lo que a mí se refiere.


Propósitos frustrados
Aparte de lo que queda expuesto en la presente obra, no acepto la responsabilidad de ninguna de las conclusiones a que se llegó en Potsdam.
En el curso de la conferencia, dejé subsistir las divergencias que no lográbamos allanar durante las sesiones ni en las reuniones cotidianas de los ministros de Asuntos Exteriores.
Así, pues, quedaba pendiente una formidable serie de problemas respecto a los cuales existía desacuerdo.

Mi intención, si el electorado confirmaba mi mandato como se esperaba en general, era discutir resueltamente todos estos problemas con el Gobierno soviético.
Por ejemplo, ni Mr. Eden ni yo habríamos aceptado jamás el Neisse occidental como línea fronteriza. La línea del Oder y el Neisse oriental había sido reconocida ya como compensación dada a los polacos por su retirada hasta la Línea Curzon, pero la invasión por los ejércitos rusos del territorio limitado por el Neisse occidental no fue aceptada — ni lo habría sido nunca — por ningún Gobierno presidido por mí.
No se trataba ya solamente de una cuestión de principio, sino de una enorme cuestión de hecho que afectaba a otros tres millones de personas desplazadas. Había otros muchos asuntos respecto a los cuales era necesario plantar cara al Gobierno soviético, así como a los polacos, quienes al engullir una enorme extensión de territorio alemán, se habían convertido evidentemente en títeres conscientes de aquél.
Pero el resultado de las elecciones generales cortó por la mitad todas aquellas negociaciones y les puso fin prematuramente. Al decir esto no pretendo vituperar a los ministros del nuevo Gobierno, que se vieron obligados a trasladarse a Potsdam sin ninguna preparación seria y que, como es natural, ignoraban mis ideas y mis proyectos, particularmente el de «poner las cartas sobre la mesa» al final de la conferencia, y en caso necesario llegar a una ruptura abierta antes que ceder a Polonia nada al oeste de la línea del Oder y el Neisse oriental.
No obstante, como ya he dicho en capítulos anteriores, el momento oportuno para tratar de aquellas cuestiones era cuando los frentes de los grandes aliados se hallaban juntos en el campo de batalla y antes de que las fuerzas norteamericanas, y en menor cuantía las británicas, efectuasen su vasto repliegue en una línea de 650 kilómetros, que en algunos puntos alcanzaba una profundidad de 190 kilómetros, cediendo con ello a los rusos el corazón y una gran parte de Alemania. En aquella época yo quería dejar resuelto él asunto antes de que se llevara a cabo aquella enorme  retirada y mientras los ejércitos aliados tenían aún solidez y consistencia.

El punto de vista norteamericano era que nos habíamos comprometido a respetar una línea concreta de ocupación, en tanto que yo sostenía enérgicamente que dicha línea de ocupación sólo podía quedar establecida cuando, tuviésemos la seguridad de que todo el frente, de Norte a Sur, se hallaba trazado de acuerdo con los deseos y el espíritu que habían presidido nuestras promesas.
Pero no pude lograr el apoyo norteamericano a este respecto, y los rusos, empujando a los polacos delante de ellos, prosiguieron su avance, rechazando a los alemanes y despoblando grandes zonas de Alemania, de cuyos recursos en víveres se habían apoderado, en tanto que lanzaban una multitud de bocas por alimentar hacia las superpobladas zonas británica y norteamericana.
Quizá habría sido posible aún resolver la situación en Potsdam. pero la desaparición del Gobierno británico de unión nacional y mi exclusión del escenario de ios debates en el momento en que aún tenía yo mucha influencia y poder, hicieron imposible la conclusión de acuerdos satisfactorios.


Una bendición muy encubierta
Regresé a Londres en avión con Mary (la hija menor de Mister Churchill) el 25 de julio, por la tarde.
Mi esposa me esperaba en Northolt, y cenamos todos tranquilamente. Las últimas previsiones de la oficina central del Partido Conservador indicaban que obtendríamos una mayoría considerable. Yo no me había preocupado exageradamente de esto durante la conferencia.
En general daba por buena la opinión de los dirigentes del partido y me fui a la cama pensando que el pueblo británico querría que prosiguiese mi tarea. Esperaba que sería posible reconstituir el Gobierno de coalición nacional, modificándolo de acuerdo con la composición de la nueva Cámara de los Comunes.
Me dormí, pues, tranquilamente. Sin embargo, poco antes del alba me desperté sobresaltado con una sensación casi física de dolor. La convicción hasta entonces subconsciente de que habíamos sido derrotados hizo presa en mi ánimo, dominándolo por entero.
La presión de los grandes acontecimientos, contrarios o favorables, gracias a la cual había msntenido durante tanto tiempo mi «velocidad de vuelo» iba a cesar y a provocar mi caída. La posibilidad de modelar el porvenir iba a serme negada. Los conocimientos y la experiencia que había acumulado, la autoridad y la confianza que me había granjeado en tantos países iban a desvanecerse, tal perspectiva me desagradaba enormemente y me revolví en el lecho para seguir durmiendo.
No desperté hasta las nueve de la mañana. Habían empezada a llegar los resultados. Tal como temía a la sazón, eran desfavorables.
Al mediodía ya estaba claro que los socialistas obtén
drían la mayoría. A la hora del almuerzo, mi esposa me dijo: — Esto puede muy bien ser una bendición encubierta. — De momento — repuse — me parece muy encubierta. En circunstancias normales me habría considerado en libertad para tomarme unos días con objeto de liquidar los asuntos pendientes del Gobierno en la forma habitual.
De acuerdo con la Constitución, habría podido esperar a que se reuniese el Parlamento y justificar mi dimisión a través de la denegación de la confianza por parte de la Cámara de los Comunes.
De este modo habría podido anunciar al país la rendición incondicional del Japón antes de retirarme. Pero la necesidad de que la Gran Bretaña estuviese representada inmediatamente con la debida autoridad en la conferencia en que estaban pendientes todos los grandes problemas que habíamos discutido, hacía que la menor demora fuese contraria al interés público.
Además el veredicto de los electores había sido expresado en forma tan aplastante, que no quise ni por una hora seguir rigiendo los destinos da la nación.


Dimisión y mensaje final
Así, pues, a las cuatro de la tarde, después de solicitar audiencia, me trasladé a Palacio, presenté mi dimisión al rey y recomendé a Su Majestad que llamase a Mr. Attlee. Luego dirigí a la nación el siguiente mensaje, que puede servir de punto final al presente relato:
«26 de julio de 1945: La decisión del pueblo británico ha quedado registrada en las papeletas de votación abiertas y contadas hoy.
He abandonado, por lo tanto, el cargo que me fue confiado en horas más sombrías. Lamento que no se me haya permitido terminar la tarea por lo que se refiere al Japón. A este respecto, sin embargo, están hechos todos los planes y preparativos necesarios, y es posible que los resultados se produzcan mucho antes de lo que hasta ahora habíamos esperado.
Una carga inmensa de responsabilidad, tanto en el exterior como en el interior, cae sobre el nuevo Gobierno.
Debemos confiar todos en que logrará sobrellevarla con éxito. A mí ya sólo me resta expresar al pueblo británico, en nombre del cual, he actuado en el curso de estos años azarosos, mi profunda gratitud por el apoyo inflexible, inquebrantable, que me ha prestado a todo lo largo de mi tarea, así como por las numerosas pruebas de afecto que ha dado a su servidor.»





FIN

La Vanguardia  25-12-1953





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