dimarts, 6 de juny del 2017

Memorias de Winston S. Churchill XXXVI


LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL



Preliminares de la Conferencia de Potsdam
El presidente Truman llegó a Berlín (para la conferencia de Potsdam, en julio de 1945) el mismo día que yo.
Me interesaba en gran manera conocer personalmente a aquel hombre de Estado con el que, a pesar de las diferencias surgidas, había entablado cordiales relaciones mediante la correspondencia que figura en el presente volumen.
Fui a verle el día de nuestra llegada, por !a tarde, y quedé gratamente impresionado por su aire jovial, su vivacidad y su evidente capacidad de decisión.

En el escenario del drama hitleriano
Al día siguiente el Presidente y yo recorrimos por separado la ciudad.
Berlín no era otra cosa que un caos de ruinas.
Como es lógico, nuestro viaje no había sido anunciado en absoluto y por las calles sólo se veía a los transeúntes habituales.
Sin embargo, en la plaza que se halla frente a la Cancillería vi una multitud considerable. Cuando bajé del coche y me puse a andar entre aquellas gentes, todos los allí reunidos empezaron a aplaudir, a excepción de un anciano que meneaba la cabeza con aire de desaprobación.
Mi odio se había extinguido al producirse su capitulación, y me sentí vivamente emocionado por sus demostraciones, así como por su aspecto macilento y sus ropas poco menos que harapientas. Luego entramos en la Cancillería y estuvimos largo rato deambulando por sus destrozados salones y galerías.
Nuestros guías rusos nos condujeron después al refugio antiaéreo de Hitler. Yo bajé hasta el fondo y vi la estancia en la que él y su amante se habían suicidado.
Cuando volvimos a subir nos enseñaron el lugar en que su cuerpo había sido incinerado. El desenlace que el propio Hitler habla dado a su drama personal era más conveniente para nosotros de lo que yo había temido. Durante los últimos meses de la guerra podía en cualquier momento haberse trasladado en avión a Inglaterra para entregarse y decir:

«Haced conmigo lo que queráis, pero salvad a mi desventurado pueblo
Sin duda alguna  habría compartido la suerte de los criminales de Nuremberg. Los principios morales de la civilización moderna parecen disponer que los dirigentes de una nación vencida en una guerra sean ejecutados por los vencedores.
Esto les incitará con toda seguridad a proseguir la lucha hasta el último extremo en cualquier guerra futura, habida cuenta de que pagarán el mismo precio sea cual fuere el número de vidas humanas sacrificadas inútilmente. Son las masas populares, a las que tan poco se consulta para iniciar o terminar las hostilidades, las que pagan la diferencia. Julio César aplicaba el principio opuesto, y sus victorias fueron debidas casi tanto a su clemencia como a sus hazañas militares.

Deudas recíprocas con Norteamérica
En otra ocasión pasé revista a una impresionante formación de fuerzas blindadas norteamericanas que se extendía a lo largo de seis kilómetros, así como a grandes contingentes de tropas y tanques británicos.
Inauguré un club para los soldados de la 7.a División blindada, cuyas extraordinarias aventuras y marchas desde El Cairo hasta la meta de la victoria han quedado en cierto modo reseñadas en volúmenes anteriores.
Había allí reunidos trescientos o cuatrocientos soldados. Todos se mostraron muy cordiales conmigo, pero me pareció notar un vago ambiente de cortedad, que podía obedecer al hecho de que la mayor, parte de ellos hubiesen votado contra mí en las elecciones.
El 18 de julio almorcé a solas con el Presidente y hablamos de diversos asuntos. Yo me referí a la triste situación de la Gran Bretaña, que había gastado más de la mitad de sus inversiones en el extranjero para atender a las necesidades de la causa común cuando estábamos completamente solos y a la sazón salía de la guerra con una deuda exterior de tres mil millones de libras esterlinas.
Una gran parte de esta deuda procedía de las compras de suministros efectuadas en la India. Egipto y otros países, sin convenio alguno de préstamo y arriendo, y la misma nos obligaría a realizar cuantiosas exportaciones sin compensación adecuada en forma de importaciones para equilibrar nuestra balanza comercial.
Mr Truman escuchó mis palabras con atención y simpatía, y dijo que los Estados Unidos tenían contraída una deuda inmensa por haber defendido la fortaleza en los primeros tiempos. «Si ustedes se hubiesen hundido como Francia — añadió — a estas horas quizá estaríamos luchando contra los alemanes en la costa norteamericana.
Esto justifica que consideremos tales cuestiones por encima del plano meramente financiero.» Yo señalé que en el curso de la campaña electoral había afirmado que estábamos viviendo en gran proporción de unos alimentos importados de Norteamérica que no podríamos pagar, pero que no teníamos intención alguna de hacer que nos mantuviera país alguno por muy amigo nuestro que fuese.
A fin de restablecer
nuestra economía sobre bases firmes, nos veríamos obligados a pedir ayuda, pues hasta que nuestra máquina económica volviese a funcionar debidamente, poco podríamos contribuir a la seguridad mundial ni a ninguno de los altos objetivos trazados en la conferencia de San Francisco. El Presidente dijo que haría todo lo posible a este respecto, sí bien convenía no olvidar las dificultades que acaso encontraría en su país.

Para una acción conjunta en la postguerra
A continuación suscitó el tema de la aviación comercial y las comunicapiones. Dijo que con frecuencia había de sostener largas discusiones acerca de los aeródromos situados en territorio británico, especialmente en África, que los norteamericanos habían construido a sus propias expensas.
Convenía que nosotros contribuyésemosfa amortizar los enormes gastos que aquello había comportado, para lo cual proponía que estableciésemos un acuerdo relativo a la utilización conjunta de los aeródromos.
Le aseguré que si yo continuaba siendo jefe del Gobierno, plantearía en breve el asunto con carácter oficial. Sería una pena que los norteamericanos hiciesen de las bases y el tráfico aéreo una cuestión de gabinete y se empeñasen en convertir a toda costa ambas cosas en un negocio.
Era necesario concertar un acuerdo leal en interés de ambos países. El presidente Roosevelt sabía perfectamente que yo quería ir mucho más allá en aquel asunto de los aeródromos y otras bases, como tampoco ignoraba que me complacería establecer un arreglo recíproco entre nuestras dos naciones en todo el mundo.
La Gran Bretaña era una potencia menor que los Estados Unidos, pero tenía mucho para dar.
Habida cuenta de las bases que poseíamos en los más diversos puntos del globo, estábamos en condiciones de aumentar en un cincuenta por ciento la movilidad de la Flota norteamericana.
Mr. Truman repuso que consideraba muy interesantes mis manifestaciones, si bien creía que cualquier plan que se estableciese había de quedar ajustado en cierto modo dentro de la política de las Naciones Unidas.

Yo dije que esto me parecía muy bien si las facilidades previstas eran compartidas entre la Gran. Bretaña y los Estados Unidos. A mi entender, podíamos establecer un acuerdo, dándole la forma que resultase más conveniente, para la prosecución del sistema existente en la época de la guerra relativo a facilidades recíprocas entre la Gran Bretaña y los Estados Unidos en cuanto a bases y puntos de aprovisionamiento de combustible.
El Presidente parecía estar plenamente conforme con esto, siempre que fuese posible presentarlo en forma adecuada y sin que diese la sensación de una alianza militar bipartita.
No fueron éstas exactamente sus palabras, pero reflejan la impresión que deduje acerca de sus ideas sobre el particular. Alentado por esto, le expuse mi caro proyecto de mantener vigente la organización del Consejo mixto de jefes de Estado Mayor por lo menos hasta que el mundo se calmase después de la gran tormenta y hasta, que existiese una organización mundial de fuerza y capacidad tan probadas que pudiésemos confiar sin reservas en ella.
El Presidente empezaba a contestar a esto en sentido favorable cuando nos interrumpieron dos altos funcionarios suyos para recordarle que había llegado la hora de ir a ver al mariscal Stalin.
Me dijo que aquél había sido el almuerzo más agradable que recordaba desde hacía muchos años y manifestó la esperanza de que las relaciones que yo había sostenido con el presidente Roosevelt continuarían en el mismo tono entré nosotros dos.

Profecias  electorales de Stalin
Aquel, mismo día, 18 de Julio, por la noche, cené con Stalin. Estábamos solos, a excepción de Birse y Pavlov (los intérpretes británico y ruso).

Estuvimos conversando agradablemente desde las ocho y media de la noche hasta la una y media de la madrugada, sin abordar ninguna cuestión crucial, El comandante Birse redactó luego una nota bastante larga que resumo a continuación.
Mi anfitrión parecía un tanto deprimido físicamente, pero su amabilidad sin afectación me resultaba grata.
Refiriéndose a las elecciones británicas, dijo que todos los informes que había recibido de fuente comunista y de otros orígenes confirmaban su creencia de que yo obtendría una mayoría de ochenta puestos aproximadamente,
A su entender, los laboristas conseguirían entre doscientos veinte y doscientos treinta.  Yo no intenté hacer profecías, pero le dije que no estaba seguro acerca de la forma en que los soldados habían votado.

Stalin replicó que el Ejército preferia un Gobierno fuerte, y por consiguiente, votaría a favor de los conservadores. Parecía evidente que esperaba no tener que romper su contacto conmigo y con Eden. Me preguntó por qué el Rey no iba a Berlín. Le dije que su visita complicaría mucho nuestros problemas de seguridad.
El afirmó entonces que ningún país necesitaba tanto "una monarquía como la Gran Bretaña, porque la Corona constituía la "fuerza unificadora de todo el Imperio, y añadió que  nadie que fuese amigo de Inglaterra haría nunca nada para debilitar el respeto demostrado a la monarquía.

Promesas concretas a Rusia
Nuestra conversación tomó otros derroteros. Yo dije que mi política consistía en dar la bienvenida a Rusia como gran potencia naval.
Deseaba ver a los buques rusos surcar los océanos del mundo. Rusia había sido hasta entonces como un gigante con la nariz oprimida por las angostas salidas del Báltico y del Mar Negro. Acto seguido puse sobre el tapete la cuestión de Turquía y los Dardanelos. Señalé que los turcos experimentaban una natural inquietud. Stalin me explicó entonces lo que había ocurrido.
Los turcos habían iniciado gestiones para concertar un tratado de alianza con los rusos, a lo cual  éstos habían contestado que sólo podía existir semejante tratado si ninguna de las dos partes tenía reivindicaciones que formular. Pero Rusia quería Kara y Ardáhan, regiones ambas que le habían sido arrebatadas al final de la guerra anterior. Los turcos respondieron que no podían estudiar siquiera tal reclamación.  Rusia suscitó entonces el problema del convenio de Montreux.
Turquía declaró que tampoco podía discutir esto, ante lo cual los rusos replicaron que les era imposible hablar de un tratado de alianza. .. Yo le dije que personalmente estaría dispuesto a apoyar una modificación del convenio de Montreux, excluyendo al Japón y dando a Rusia acceso al Mediterráneo.
Repetí que acogía complacido la presencia de Rusia en los océanos, y aclaré que esto se refería no solo a los Dardanelos, sino también al canal de Kiel — que debería tener un régimen parecido al del canal de Suez — y a las aguas libres de hielos del Pacífico. Esto no lo propugnaba como muestra de gratitud por nada de lo que Rusia había hecho, sino como expresión de mi política concreta.
Stalin me interrogó entonces acerca de la Flota alemana. Dijo que una parte de la misma sería muy útil a Rusia, que tan graves pérdidas había sufrido en el mar. Estaba agradecido por los barcos que le habíamos entregado después de la rendición de la Marina italiana, pero deseaba igualmente recibir una parte de los buques alemanes. Yo no me mostré disconforme.
El me habló luego de la agresión griega perpetrada en las fronteras búlgara y albanesa. Dijo que en Grecia había algunos elementos que trataban de provocar incidentes graves. Le contesté que la situación en las fronteras era confusa y los griegos estaban seriamente alarmados por los movimientos de tropas de Yugoeslavia y Bulgaria, pero yo no había recibido noticia alguna de combates propiamente dichos. La conferencia debía hacer constar claramente su voluntad a aquellas pequeñas potencias y era preciso impedir que luchasen entre sí.

Convenía decirles esto sin dejar lugar a dudas e indicarles que las modificaciones en las líneas fronterizas sólo podrían ser decididas en la conferencia de la paz. En Grecia tenia que haber un plebiscito y unas elecciones libres, y sugerí que las grandes potencias enviasen observadores a Atenas. Stalin dijo que, a su parecer, esto supondría una falta de confianza en la honradez del pueblo griego.
Consideraba preferible que los embajadores de las grandes potencias informasen acerca de las elecciones. Siguió diciendo que en todos los países liberados por el Ejército rojo la política rusa consistía en lograr la creación de un Estado fuerte, independiente y soberano.
El era contrario a la sovietización de ninguno de aquellos países. Se celebrarían allí elecciones libres en las que intervendrían todos los partidos excepto los de tipo fascista.

Dudas acerca de las intenciones soviéticas
Yo me referí a continuación a nuestras dificultades en Yugoeslavia, donde no teníamos ambición material alguna, pero respecto a cuyo país habíamos concertado con Rusia el acuerdo de influencia en la conocida proporción de 50-50.

Dicha proporción había pasado a ser de 99 a 1 en contra de la Gran Bretaña. Stalin protestó, afirmando que la proporción era de 90 % de intereses británicos, 10 % de intereses yugoeslavos y 0 % de intereses rusos.
Muchas veces el Gobierno soviético ni siquiera sabía lo que iba a hacer Tito. Stalin indicó también que le había molestado la petición norteamericana de que se produjera un cambio de Gobierno en Rumania y Bulgaria.
El no se mezclaba para nada en los asuntos griegos y no comprendía aquella actitud. Yo le dije que aún no había visto las proposiciones norteamericanas. Stalin me explicó que en los países en que había existido un Gobierno emigrado, él había considerado necesario ayudar a la creación de un Gobierno constituido dentro del territorio.
Esto, naturalmente, no era aplicable a Rumania y Bulgaria, donde todo se hallaba en calma. Al preguntarle yo por qué el Gobierno soviético había concedido una distinción al rey Miguel, me dijo que creía que el Rey había actuado valerosamente y con sagacidad en la época del golpe de Estado.
Le hablé entonces de la inquietud imperante acerca de las intenciones rusas. Tracé una línea desde el cabo Norte hasta Albania y enumeré las capitales situadas al Este de la misma que estaban en poder de los rusos.
Daba la impresión de que la Unión Soviética trataba de extenderse hacia el Oeste. Stalin dijo que no existía tal intención. Por el contrario, estaba procediendo a retirar tropas del Oeste. Dos millones de hombres iban a ser desmovilizados y enviados a sus hogares en el curso de los cuatro meses siguientes. Las ulteriores operaciones de desmovilización dependían tan sólo de los transportes ferroviarios. Durante el conflicto, Rusia había perdido cinco millones de hombres entre muertos y desaparecidos. Los alemanes habían movilizado dieciocho millones de hombres, aparte la mano de obra industrial, y Rusia doce millones.
Yo dije que esperaba que antes de terminar la conferencia podríamos ponernos de acuerdo respecto a las fronteras de todos los países europeos, así como sobre el acceso de Rusia a los océanos y el reparto de la Flota alemana. Las tres potencias reunidas allí eran las más fuertes que el mundo había visto nunca, y su misión consistía en mantener la paz general. Stalin se disculpó por no haber dado oficialmente las gracias a la Gran Bretaña por la ayuda que ésta le había prestado al enviarle suministros durante la guerra.
Aseguró que Rusia expresaría oportunamente su gratitud. Añadió que su país estaba dispuesto a tratar de asuntos de comercio con la Gran Bretaña. . Yo le dije que la mejor propaganda para la Rusia soviética en el extranjero consistiría en que ésta garantizase la felicidad y el bienestar de su pueblo. Stalin se refirió a la continuidad de la política soviética.
Si llegaba a ocurrirle algo a él, ya había otros hombres muy capacitados dispuestos a proseguir su obra. Con estas palabras hacía proyectos para los treinta años siguientes.

La Vanguardia  20-12-1953

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