dimecres, 7 de juny del 2017

Memorias de Winston S. Churchill XXXVII


LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL




La bomba atómica

(El 17 de julio de 1945, durante la conferencia dé Potsdam, el ministro de la Guerra norteamericano, Mister Stimson, enseñó al primer ministro británico un telegrama que. decía:  «Bebés nacidos satisfactoriamente.» Esto significaba que las pruebas de la bomba atómica efectuadas en el desierto de Nuevo Méjico habían tenido éxito.
Al día siguiente Mr. Churchill recibió un informe completo sobre el particular.)
El Presidente me invitó a conferenciar en seguida con el. Le acompañaban el general Marshall y el almirante Leahy.
Hasta aquel momento habíamos previsto el ataque contra el Japón propiamente dicho en forma de terribles bombardeos aéreos y mediante el desembarco de grandes contingentes de fuerzas armadas.

Una pesadilla que se esfuma
Contábamos con una desesperada resistencia de los japoneses, que lucharían hasta la muerte siguiendo la tradición de los «samurais», no sólo en las grandes batallas, sino en cada rincón y en cada agujero posibles.
Tenía presente en mi ánimo el espectáculo de la isla de Okinawa, donde muchos miles de japoneses, antes qua rendirse, se habían agrupado en sus líneas de combate para darse la muerte con granadas de mano después de que sus jefes hubieron cumplido solemnemente el rito del «hara-kiri».

Reducir la resistencia nipona hombre por hombre, conquistar el terreno palmo a palmo, era una labor que podía muy bien exigir el sacrificio de un millón de vidas norteamericanas y de un número de vidas británicas equivalente a la mitad de esta cifra, o quizá más si podíamos enviar mayores contingentes a aquella parte del mundo, pues estábamos decididos a compartir la dura prueba, con nuestro aliado.
De pronto todo aquel cuadro de pesadilla se desvanecía.
En su lugar se alzaba la visión — seductora y brillante al parecer — de terminar el conjunto de la guerra por medio de uno o dos golpes violentísimos. Yo pensé inmediatamente en la reacción del pueblo japonés, cuyo coraje había admirado siempre, ante la aparición de aquel ingenio bélico casi sobrenatural, y creí que seguramente encontraría en este hecho una excusa para salvar el honor y considerarse manumitido de la obligación de hacerse matar hasta el último hombre capaz de combatir.
Por otra parte ya no necesitaríamos a los rusos.
El final de la guerra contra el Japón ya no dependía de la intervención de sus ejércitos en una lucha terrible y quizá larga.
No nos hacía falta pedirles favores. Pocos días después dije a Mr. Eden en una nota: «Está perfectamente claro que los Estados Unidos no desean en este momento la participación rusa en la guerra contra el Japón.» Así, pues, la serie de problemas europeos pendientes podrían ser enfocados sin tener en cuenta consideraciones de otro orden. De súbito nos encontrábamos ante la posibilidad de abreviar la lucha en Oriente y disponer de mejores perspectivas en Europa.
No me cabe duda de que tales eran las ideas de nuestros amigos norteamericanos. En cualquier caso, ni por un momento se discutió el hecho de si la bomba atómica debía ser utilizada o no. Evitar una inmensa e interminable carnicería, terminar la guerra, devolver la paz al mundo, poner fin a los sufrimientos de sus pueblos torturados mediante una manifestación de poderío aplastante a base de unas cuantas explosiones, se nos antojaba, después da todos nuestros tormentos y nuestros peligros, un milagro de liberación.

El consentimiento británico de principio para la utilización del arma había sido dado el 4 de julio, antes de que se efectuara el experimento. La decisión final correspondía ahora casi por entero al presidente Truman, que era quién tenia el arma en su poder; pero nunca abrigué la menor duda acerca de cuál sería su decisión, como tampoco nunca he dudado después de que obró bien al adoptarla.
Queda establecido con carácter histórico, y este es el hecho que deberán juzgar las generaciones futuras, que ni siquiera se llegó a plantear el problema de si la bomba atómica había de ser empleada o no para obligar al Japón a rendirse. El acuerdo entre nosotros fue unánime, automático, indiscütido; no oí la más ligera sugestión de que debíamos obrar de otro modo.

Para informar a Stalin
Había otro punto más delicado: ¿Qué habíamos de decir a Stalin? Tanto el Presidente como yo considerábamos que ya no nos era necesaria su ayuda para vencer al Japón.
En Teherán y en Yalta había dado su palabra de que la Rusia soviética atacaría al Japón en cuanto el Ejército alemán fuese derrotado, y en cumplimiento de tal promesa se venía registrando desde principios de mayo un continuo movimiento de tropas rusas hacia Extremo Oriente por medio del ferrocarril transiberiano.
A nuestro entender, la intervención de las mismas seguramente sería innecesaria, y, por consiguiente, Stalin se vería privado del poder de regateo que con tanta eficacia había hecho sentir en Yalta
sobre los norteamericanos. No obstante, había sido un excelente aliado en la guerra contra Hitler, y los dos creíamos que debía ser informado del gran hecho nuevo que transformaba el conjunto de la situación, pero sin darle detalle alguno. - ¿En qué forma había de comunicársele la noticia? ¿Por escrita o verbalmente? ¿En una reunión oficial y especial? ¿En el curso de nuestras sesiones cotidianas o al terminar una de ellas? El Presidente acabó por atenerse a la idea de que era preferible acogerse a la última de estas fórmulas.
«Me parece—dijo—que lo mejor será que yo le diga después de una de nuestras reuniones que poseemos una bomba de un tipo enteramente nuevo, algo por completo fuera de lo ordinario, que creemos ejercerá efectos decisivos sobre la voluntad de los japoneses de proseguir la guerra.» Yo di mi conformidad a este procedimiento.

Esfuerzos pora evitar el desasastre
Entre tanto, continuaban sin descanso los devastadores ataques por mar y por aire contra el Japón. Entre los principales objetivos figuraban los restos de la Flota nipona, dispersos a la sazón para refugiarse en las bases de la metrópoli.
Uno tras otro, los grandes navios fueron localizado y a fines de julio la Marina japonesa había dejado virtualmente de existir.

El caos reinaba en el Japón metropolitano, que se hallaba al borde del colapso. Los diplomáticos estaban convencidos de que tan sólo la inmediata rendición, por orden del emperador, podía salvar al país de una desintegración total. Pero el poder continuaba casi enteramente en manos de una pandilla militar decidida a obligar a la nación a suicidarse antes que reconocer la derrota.
La aterradora destrucción a que estaba siendo sometido el país no producía la menor impresión en aquellos fanáticos dirigentes, que seguían creyendo en algún milagro capaz de inclinar la balanza en su favor.
En el curso de largas conversaciones a solas con el Presidente o en compañía de sus consejeros, discutimos lo que debía hacerse. A principios de aquella semana, Stalin me había dicho en privado que el embajador del Japón había hecho llegar a sus manos un mensaje sin indicación alguna de destinatario cuando él. y su séquito se disponían a salir de Moscú, pocos días antes.

El mensaje en cuestión era probablemente para él o bien para el presidente Kalinin, o quizá para algún otro miembro del Gobierno soviético, y procedía del emperador del Japón. Afirmaba que el Japón no podía aceptar una.«rendición incondicional», pero que estaría dispuesto a firmar un compromiso redactado en otros términos. Stalin había contestado que como el mensaje no contenía ninguna proposición concreta, el Gobierno soviético no podía hacer nada.
Expliqué al Presidente que Stalin no había querido decirle nada directamente para que no creyese que los rusos estaban tratando de influir en su ánimo para que concertara la paz. Yo consideraba por ello que debíamos abstenernos de decir nada que pudiese dar la sensación de que no deseábamos proseguir la guerra contra el Japón.
Sin embargo, hice hincapié en el enorme sacrificio de vidas norteamericanas y, en menor grado, británicas que exigiría el mantenimiento de la fórmula de «rendición incondicional» por parte de los japoneses.
Correspondía al Presidente ver si era posible fórmula con distinta, de tal modo que, aun garantizando los elementos esenciales de la paz y la seguridad futuras,  nuestros adversarios pudiesen en cierto modo salvar el honor militar, así como su existencia nacional después de cumplir todos los requisitos que impusiera el vencedor. El Presidente me respondió secamente que, después de Pearl Harbour,  él no creía que los japoneses tuviesen honor militar.
Yo me limité a decir que en todo caso les quedaba algún sentimiento por el cual estaban dispuestos a afrontar en masa una muerte segura, sentimiento que para nosotros quizá no era tan importante como para ellos. Mr. Truman cambió entonces de tono y habló, como lo había hecho Mr. Stimson, de la tremenda responsabilidad que pesaba sobre él por la efusión ilimitada de sangre norteamericana. Tuve la sensación de que no habría una insistencia rígida en cuanto a la «rendición incondicional», aparte de lo que fuese necesario para garantizar la paz del mundo y la seguridad futura, asi como para castigar a los culpables de la artera proeza de Pearl Harbour.
Ya sabíamos, desde luego, que los japoneses estaban dispuestos a devolver todos los territorios que habían conquistado durante la guerra,  Finalmente se acordó enviar un ultimátum exigiendo la rendición incondicional e inmediata de las fuerzas armadas del Japón. Este documento fue publicado el 26 de julio,

Hiroshima  Nagasakí... y la rendición
Los términos del ultimátum fueron rechazados por los dirigentes militares del Japón, y en consecuencia, la Aviación norteamericana estableció sus planes para lanzar una bomba atómica sobre  Hiroshima y otra sobre Nagasaki.
Acordamos dar a los habitantes todas las facilidades posibles para que se salvaran del desastre. El procedimiento para ello, fue estudiado hasta el menor detalle. Con objeto de reducir al mínimo las pérdidas de vidas humanas, once ciudades japonesas fueron advertidas el 27 de julio, por medio de octavillas, de que iban a ser sometidas a intenso bombardeo aéreo. Al día siguiente fueron atacadas seis de ellas.
El 31 de julio otras doce fueron avisadas en la misma forma y cuatro atacadas el 1 de agosto.
La última advertencia se dio el día 5. En aquel momento las superfortilezas volantes pudieron afirmar que habían lanzado, un millón y medio de octavillas diarias y tres millones de ejemplares del ultimátum. La primera bomba atómica fue arrojada el 6 de agosto. Las últimas escenas de la guerra contra el Japón se registraron después de haber abandonado yo mis funciones de primer ministro. Las reseñaré pues, brevemente. La bomba de Hiroshima fué seguida, el 9 de agosto, por una segunda, lanzada esta vez sobre la ciudad de Nagasaki.
Al día siguiente, a pesar de una insurrección fomentada por determinados militares extremistas, el Gobierno japonés declaró que estaba dispuesto a aceptar el ultimátum a condición de que las prerrogativas del emperador como soberano permaneciesen intactas. 
Los Gobiernos aliados, incluyendo a Francia, respondieron que el emperador sería colocado bajo la autoridad del comandante supremo designado por las potencias aliadas; que debía autorizar y garantizar la firma de la capitulación y, finalmente, que las fuerzas armadas de los aliados permanecerían en el Japón hasta que hubiesen sido alcanzados los objetivos fijados en Potsdam. Estas condiciones fueron aceptadas el 14 de agosto, y Mr, Attlee dio a conocer la noticia por radío a medianoche.
Las flotas aliadas entraron en la bahía de Tokio y el 2 de septiembre, por la mañana, fue firmada el acta oficial de rendición a bordo del acorazado norteamericano «Missouri».

Rusia había declarado la guerra el 8 de agosto, tan sólo una semana antes del hundimiento del enemigo. No obstante, reclamó sus plenos derechos como beligerante. No podíamos demorar la acción necesaria para que entrara totalmente en vigor la capitulación. Malaca, Hong-Kong y la mayor parte de las Indias orientales holandesas continuaban en manos del enemigo, y en otros puntos había fuerzas aisladas que quizá harían caso omiso de la orden del emperador y seguirían luchando. La ocupación de aquellos, vastos territorios era, pues, una cuestión de urgencia.
Terminada su campaña en Birmania, Mountbatten había estado preparándose para liberar Malaca y lo tenía todo dispuesto para efectuar un desembarco cerca del puerto de Swetenham.
La operación se llevó a cabo el 9 de septiembre. Otros puertos fueron ocupados a principios de septiembre, sin lucha, y el 12 del propio mes Mountbatten presidió la ceremonia de la rendición en Singapur. El almirante británico Harcourt llegó a-Hong-Kong el 30.de agosto y aceptó la capitulación oficia! de la isla el 16 de septiembre.

La bomba sólo fue un episodio

En Norteamérica había ciertos elementos que , creían que la caída del Japón podía haber sido lograda de un modo más económico mediante un uso más intenso del potencial aéreo desde determinadas bases en China y quizá en Siberia.

Afirmaban que las comunicaciones marítimas niponas podían haber sido cortadas y la capacidad de resistencia en la metrópoli destruida con la misma eficacia utilizando tan sólo el arma aérea, sin el largo y costoso avance por mar como preludio de una invasión. Los defensores más ardientes del poderío aéreo sostenían que habría sido preferible renunciar de momento a los objetivos políticos situados en puntos alejados de la metrópoli japonesa, tales como Birmania, Malaca y las Indias orientales, y que los mismos habrían caído sin lucha en nuestras manos una vez ganada la batalla aérea. Los jefes norteamericanos de Estado Mayor rechazaron oportunamente dichos proyectos. Sería un error suponer que la bomba atómica por sí sola hundió al Japón.
La derrota de este país era ya cierta antes de que cayera la primera bomba y fue debida a la acción de una superioridad naval aplastante. Sólo merced a ésta fue posible ocupar las bases oceánicas necesarias para lanzar el ataque final y obligar al Ejército metropolitano a capitular sin asestar un solo golpe.
Su Marina había sido destruida.
Entró en la guerra con cinco millones y medio de toneladas de buques, pero su sistema de convoyes y escolta era inadecuado. Una buena parte de los barcos nipones hundidos lo fueron por la acción de los submarinos.
Nosotros, como potencia insular y, por lo tanto, dependiente asimismo de! mar, comprendemos que aquélla habría sido también nuestra suerte si no hubiésemos logrado dominar la amenaza  de los submarinos.

 

La Vanguardia  22-12-1953



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