dijous, 8 de juny del 2017

Memorias de Winston S. Churchill XXXVIII


LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL


La Conferencia de Potsdam
La victoria sobre el Japón no fue el problema más difícil ni quizá el más grávido de consecuencias de cuantos se plantearon en la conferencia de Potsdam.
Alemania se había hundido. Europa tenia que ser reconstruida el soldado debía reintegrarse a su hogar y el refugiado volver, si podía, a su país. Por encima de todo, las naciones debían establecer una paz en la que pudiesen convivir si no cómodamente, por lo menos gozando de libertad y de seguridad.

Amenaza para la paz futura
Mi intención no es dar aquí cuenta detallada de lo que tratamos en nuestras reuniones oficiales y en nuestras conversaciones privadas sobre los diversos y urgentes problemas que nos acosaban mucho de ellos continúan sin resolver.
Polonia, en cuya defensa entró la Gran Bretaña en guerra, no es libre ni goza de tranquilidad; Alemania sigue dividida, no hay paz con Rusia.
Nuestras deliberaciones se centraron especialmente en torno a estos tres temas: la parte de Polonia que debía ser concedida a Rusia, la parte de Alemania que debía ser asignada a Polonia y el lugar que Alemania y la Unión Soviética habían de ocupar en el mundo.
A tales temas, por razones de espacio, tendré que limitar el presente relato. En Yalta habíamos aceptado que Rusia avanzara su frontera occidental con Polonia hasta la «Línea Curzon» Habíamos reconocido siempre que Polonia a su vez debía anexionarse una porción considerable de territorio alemán.
El problema consistía en saber que territorios habían de ser éstos. Se trataba de decidir hasta dónde debía penetrar en el antiguo Reich.
Las divergencias habían sido numerosas Stalin quería establecer la frontera polaca en el Oder hasta su confluencia con el Neisge occidental; Roosevelt, Eden y yo habíamos insistido en que debía llegar tan sólo al Neisse oriental. En Yalta los tres jefes de Gobierno se habían comprometido publicamente a consultar al Gobierno polaco y a transferir el asunto a la conferencia de la paz para que ésta decidiera, si no lográbamos ponernos de acuerdo.
Esto era lo máximo que habíamos podido conseguir entonces. Pero en julio de 1945 nos hallábamos ante una situación nueva.
Rusia había adelantado su frontera hasta la «Línea Curzon». Esto significaba, tal como Roosevelt y yo habíamos comprendido, que era preciso despiazar hacia el Oeste a los tres o cuatro millones de polacos que vivían al otro lado de dicha línea. Pero nos encontrábamos ante algo peor aún el Gobierno polaco dominado por los Soviets había adelantado también su frontera, no hasta el Neisse oriental, sino hasta el occidental. Una buena parte de aquel territorio estaba habitada por alemanes, y aunque varios millones de ellos habían huido, quedaban aún muchos.
¿Qué debía hacerse con éstos?  Desplazar a tres o cuatro millones de polacos ya era una tarea ingrata. ¿Teníamos que desplazar también a más de ocho millones de alemanes? Aunque fuese posible prever semejante traslado, no había víveres suficientes para ellos en lo que quedaba de Alemania.
Una gran parte de sus cereales procedía precisamente de los territorios que los polacos habían ocupado, y si no podíamos contar con aquel granero los aliados occidentales nos quedaríamos con unas zonas industriales arrasadas y una superpoblación hambrienta. Para la paz futura de Europa aquello constituía una amenaza, al lado de la cual los problemas de Alsacia-Lorena y el pasillo de Danzig no eran más que bagatelas. Un día u otro los  alemanes querrían recobrar su territorio y los polacos no podrían  impedírselo.

Todo un poco prematuro
La primera sesión plenaria de la conferencia empezó a las cinco de la tarde del martes 17 de julio Stalin propuso que Mr. Truman ocupase la presidencia.
Yo le apoyé, y este último aceptó nuestra invitación. Fueron puestos sobre el tapete varios problemas de menor importancia Mr. Truman propuso admitir a Italia en las Naciones Unidas y encargar a los ministros de Asuntos Exteriores de la Gran Bretaña. Rusia. China.
Francia y los Estados Unidos que redactasen, los tratados de paz y fijasen las fronteras de Europa Yo no estaba demasiado conforme con ninguna de ambas sugestiones. Aunque nuestra Marina había sufrido graves pérdidas en el Mediterráneo nuestra buena voluntad hacia Italia era innegable, como lo demostraba e! hecho de que habíamos facilitado catorce de los quince buques que Rusia había reclamado de la Flota italiana.
Pero dije con sinceridad que el pueblo británico no olvidaría fácilmente !a declaración de guerra de Italia a la Commonwealth en su hora de mayor peligro, cuando la resistencia francesa estaba a punto de hundirse, como tampoco podría dejar de tener en cuenta la larga lucha sostenida con ella en África del Norte antes de la intervención de los Estados Unidos en el conflicto. Stalin no era partidario de invitar  a China a incorporarse al Consejo de ministros de Asuntos Exteriores. ¿Por qué había de
intervenir en los problemas que afectaban especialmente a Europa? Más aún. ¿para qué crear aquel nuevo organismo? Ya teníamos la Comisión Consultiva Europea, y en Yalta habíamos acordado que se celebraran reuniones regulares de los tres ministros de Asuntos Exteriores.
Otra organización no haría más que complicar las cosas. Y por lo demás; ¿cuándo se reuniría la conferencia de la paz? El Presidente explicó que como China era miembro del Consejo de Seguridad de la O.N.U. había de tener también voz en e! ajuste de los problemas europeos Por otra parte, hizo constar que la nueva Organización de las Naciones Unidas dejaría poco margen para las reuniones de los ministros de Asuntos Exteriores de los tres grandes.
Todo esto me parece un poco prematuro. Temía  que la Gran Alianza se disolviera. Una Organización mundial abierta a todos y dispuesta a perdonarlo todo corría el peligro de ser a la vez difusa e impotente.
Era preferible ocuparse de las elecciones libres en Polonia, y recordé a mis colegas que este problema de orden práctico continuaba en suspenso. Después de esto dimos por terminada la sesión

Los perodistas indignados 
Cuando la conferencia se reunió en su segunda sesión el 18 de julio, a las cinco de la tarde, yo suscité acto seguido otra cuestión que, si bien no figuraba en el orden, del día, era de importancia inmediata.
En Teherán los corresponsales de Prensa se habían encontrado con grandes dificultades para acercarse al lugar en que se celebraban las reuniones, y en  Yalta les había sido imposible.
Pero en Potsdam, junto a! limite mismo de la zona reservada a las delegaciones, había, ciento ochenta periodistas que iban y venian, indignados y furiosos. Disponían de armas muy poderosas y lanzaban grandes clamores en la Prensa mundial acerca de las trabas que se oponían al ejercicio de su misión informativa. Stalin preguntó quien les había dejado entrar.
Yo expliqué que no estaban dentro de la zona de las delegaciones, sino en Berlín en su mayoría. La conferencia sólo podía trabajar en un ambiente de quietud y discreción que era necesario proteger a toda costa, por lo cual me ofrecí a ver personalmente a los periodistas y explicarles por qué se les había excluido de allí y por qué no era posible divulgar nada hasta que la conferencia terminase sus tareas.
Añadí que esperaba que Mr. Truman se entrevistaría también con ellos Era preciso suavizar y allanar el plumaje de la Prensa, harto erizado, y tenía la seguridad de que si se explicaba a los periodistas la importancia que la discreción y la tranquilidad tenían para los que intervenían en la conferencia, aceptarían de buen grado su exclusión, Stalin irritado, preguntó qué era lo que deseaban todos aquellos periodistas, a lo cual Mr. Truman repuso que cada uno de nosotros tenía un representante encargado de interponerse entre é! y la Prensa.
Habíamos acordado excluirlos, y las cosas debían quedar como estaban. Yo me incliné ante la mayoría, pero creía y sigo creyendo que una explicación pública hubiese sido preferible.

Alemania ya no existe
Los ministros de Asuntos Exteriores presentaron luego su proyecto para la redacción de los tratados de paz.

El Consejo seguiría estando formado por los ministros de las cinco potencias enumeradas por el Presidente, pero sólo intervendrían en la redacción de las cláusulas del tratado correspondiente los ministros de los países que hablan firmado los artículos de rendición impuestos al enemigo.
Se aprobó esto, pero a mí me alarmó algo una propuesta norteamericana tendente a someter las cláusulas de los tratados a las Naciones Unidas. Señalé que si con esto se pretendía consultar a todos y cada uno de los miembros de las Naciones Unidas, el procedimiento resultaría extraordinariamente largo y laborioso, y yo lamentaría haber de dar la conformidad al mismo.
Mr. Byrnes dijo que estábamos obligados a ello por la Declaración de las Naciones Unidas, pero tanto él como Stalin admitieron que los textos en cuestión sólo podrían ser sometidos a la O.N.U. después de que las cinco potencias se hubiesen puesto de acuerdo entre sí. No insistí sobre este asunto. A continuación se habló de Alemania. No estábamos en condiciones de discutir ni las facultades concretas del Consejo de Control, ni las cuestiones económicas, ni el reparto de la Flota nazi.
— ¿Qué se entiende por Alemania? — pregunté
—Lo que ha pasado a ser después de la guerra — dijo Stalin.
— La Alemania de 1937 — dijo Mr. Truman.
Stalin declaró que era imposible hacer caso omiso de la guerra. El país ya no existía. No había fronteras definidas, ni guardias fronterizos, ni tropas, sino simplemente cuatro zonas de ocupación. Al final convinimos en considerar a la Alemania de 1937 como base de discusión. El problema quedaba, pues, clasificado y pasamos a tratar de Polonia.

Problemas político-financieros

Stalin propuso la transferencia inmediata a los polacos de Lublin (comunistas) de «todos los valores, bienes y demás propiedades pertenecientes a Polonia que están aún a disposición del Gobierno polaco de Londres, sea cual fuere el lugar en que tales propiedades se hallen en el momento actual».

Quería también que las fuerzas armadas polacas, incluyendo la Armada y la Marina mercante, fuesen colocadas bajo la autoridad de los polacos de Lublin. Esto me indujo a hablar con cierta amplitud.
La carga pesaba sobre los hombros británicos. Cuando su país fue invadido y cuando más tarde fueron evacuados de Francia, muchos polacos se refugiaron en nuestras costas. No existían propiedades dignas de mención pertenecientes al Gobierno polaco de Londres. Dije que, a mi entender, había unos veinte millones de libras esterlinas en oro en Londres y en el Canada.
Nosotros habíamos «congelado» este dinero porque pertenecía al Banco Central de Polonia. Su «descongelación» y transferencia a dicha entidad bancaria habían de seguir el curso normal en tales casos. No era propiedad del Gobierno polaco de Londres y éste no tenía facultades para disponer del mismo.
Existía, desde luego, la Embajada de Polonia en Londres, que estaba abierta para recibir a un embajador polaco en cuanto el nuevo Gobierno quisiera enviarlo... y cuanto antes mejor.
A la luz de lo que antecede, cabía perfectamente preguntarse cómo había sido financiado el Gobierno polaco durante sus cinco años y medio de estancia en el Reino Unido. La respuesta era que había sido apoyado por el Gobierno británico; habíamos entregado a los polacos unos ciento veinte millones de libras esterlinas para financiar su Ejército y sus servicios diplomáticos y permitirles ayudar a sus compatriotas refugiados en la Gran Bretaña al huir del flagelo alemán.

La repatriación de las fuerzas polacas

Pedí entonces permiso al Presidente para exponer un asunto importante, a saber: la desmovilización o la repatriación de las unidades polacas que habían luchado a nuestro lado durante la guerra.
Cuando Francia se hundió, evacuamos a todos los polacos que lo desearon—unos cuarenta y cinco mil — y constituímos con ellos y con otros procedentes de Suiza y de otras partes un Ejército polaco que llegó a contar finalmente con unos efectivos equivalentes a cinco divisiones. Había unos treinta mil soldados polacos en Alemania, así como un contingente polaco formado por tres divisiones en Italia.
Este Ejército, con un total de ciento ochenta mil hombres, había combatido brava y disciplinadamente tanto en Alemania como, en mayor escala, en Italia. Había sufrido elevadas pérdidas y había mantenido sus posiciones con la misma gallardía que las demás tropas en el frente italiano.
Se hallaba, pues, en juego el honor del Gobierno de Su Majestad. Aquellas fuerzas habían luchado valientemente al lado de las nuestras cuando escaseaban las tropas veteranas. Estábamos obligados a tratarles en forma honorable.
Stalin dijo que estaba de acuerdo con esto. Yo seguí diciendo que nuestra política consistía en persuadir al mayor número posible no sólo de soldados, sino también de empleados civiles del extinto Gobierno polaco de que regresaran a su país. Pero necesitábamos un poco de tiempo para resolver nuestras dificultades. En Polonia se habían registrado grandes progresos en el curso de los dos meses anteriores, y yo confiaba sinceramente en él éxito del nuevo Gobierno.

En una de mis declaraciones ante la Cámara de los Comunes había dicho que si algunos de los soldados polacos que habían combatido a nuestro lado no querían regresar a su país, los admitiríamos en el Imperio británico.
Naturalmente, cuanto mejor fuese la situación en Polonia, tanto mayor sería el número de polacos que regresarían. Contribuiría mucho a arreglar las cosas el hecho de que el nuevo Gobierno polaco garantizase su subsistencia y libertad y no los hiciese objeto de represalias por haber estado antes a las órdenes del Gobierno polaco en el exilio. Yo creía que, en tales condiciones, la mayoría de aquellos hombres regresarían y serían buenos ciudadanos de la tierra de sus padres, que había sido liberada por la bravura de los ejércitos rusos. Stalin dijo que comprendía nuestros problemas Habíamos dado acogida a los antiguos gobernantes de Polonia, los cuales, a pesar de nuestra. hospitalidad, nos habían originado muchas dificultades.

Pero el Gobierno polaco de Londres seguía existiendo. Tenía medios para continuar sus actividades en la Prensa y en otros sectores, y poseía agentes propios. Esto causaba mala impresión a todos los aliados. 
Yo le dije que debíamos mirar de frente la realidad de los hechos.
El Gobierno polaco de Londres estaba liquidado en el sentido oficial y diplomático, pero no era posible impedir que sus miembros, como individuos particulares, continuasen viviendo allí y hablasen a la gente, incluyendo a los periodistas y a sus antiguos simpatizantes.
Además habíamos de tener cuidado con el Ejército polaco, pues de otro modo nos exponíamos a provocar un motín. Rogué a Stalin que depositara su fe y su confianza en el Gobierno de Su Majestad y nos concediese un tiempo razonable.
A cambio de esto, debía hacerse todo lo posible para que Polonia fuese un país acogedor a fin de que los polacos quisieran regresar a él. Mr. Truman declaró que no veía diferencias fundamentales entre nosotros.
Yo había pedido un plazo razonable y Stalin se había comprometido a retirar todas aquellas de sus proposiciones que fuesen susceptibles de complicar el asunto. Lo mejor era que los ministros de Asuntos Exteriores estudiasen los puntos en litigio; pero esperaba que el acuerdo de Yalta sería aplicado a la mayor brevedad posible. Stalin sugirió entonces que todo el problema fuese sometido a los ministros de Asuntos Exteriores. — Incluso la cuestión de las elecciones — dije yo. — El Gobierno provisional — repuso Stalin — no se ha negado nunca a celebrar elecciones libres. Así terminó la segunda reunión.

La Vanguardia  23-12-1953


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