dissabte, 6 de maig del 2017

Memorias de Winston S. Churchill (V)

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL


Las «bombas volantes»

En las primeras horas del 13 de junio de 1944, exactamente una semana después del día
«D», cruzaron nuestra costa cuatro aviones sin piloto. Eran la consecuencia prematura de una orden, alemana cursada urgentemente el día «D»  como reacción contra nuestros éxitos en Normandía.
Uno de ellos cayó en Bethnal Green, donde mató a seis personas e hirió a nueve. Los otros no ocasionaron bajas. No sucedió nada más hasta el atardecer de! 15 de junio, en que los alemanes iniciaron su campaña de «represalia» («Vergeltung») en gran escala. Más de doscientos de aquellos . royectiles fueron lanzados contra nosotros en el término de veinticuatro horas, y en las cinco semanas siguientes más de tres mil.

A 600 Km. por hora
La «bomba volante», como acabamos llamándola nosotros, había sido bautizada por Hitler con el nombre de «V-l», pues esperaba —y no,sin razón—que aquélla sería tan solo la primera de una serie de armas de terror que proporcionarían los investigadores alemanes. El artefacto en cuestión volaba a velocidades superiores a los seiscientos kilómetros por hora y a una altura aproximada de mil metros y llevaba algo asi como una tonelada de explosivo.
Iba dirigido por una brújula magnética y su alcance estaba regulado por una pequeña hélice que giraba por efecto del propio peso de la bomba por el aire. Cuando la hélice había dado un determinado número de vueltas que correspondía a la distancia desde el punto de lanzarmiento hasta Londres, el sistema de control del proyectil orientaba a éste hacia tierra. Los daños de la explosión eran tanto más graves cuanto que por regla general la bomba estallaba antes de clavarse en el suelo. 
Aquella nueva forma de ataque impuso a la población de Londres una carga quizá aún más onerosa que las incursiones aéreas de 1940 y 1941. La incertidumbre y la tensión eran más prolongadas. La aurora no aportaba ningún alivio ni las nubes descanso alguno. El hombre que regresaba a su casa por la noche no sabw nunca lo que iba a encontrar allí. La esposa, todo el día sola o en compañía de los hijos, no podía tener la seguridad de que su marido volviese sano y salvo ai hogar. El carácter ciego e impersonal, de tales proyectiles daba al individuo que estaba en el suelo una sensación de absoluto desamparo. Allí nó había enemigo humano al cual derribar.

En plena tragedia
Mi hija Mary estaba aún prestando servicio en la batería antiaérea de Hyde Park. El domingo 18 de junio, por la mañana, estando yo en Chequers, mi esposa me dijo que iba a hacerle una visita. Encontró la batería en acción. Una bomba había pasado por allí encima y había demolido una casa en Bayswater Road. Al poco rato mi esposa y mi hija vieron salir de las nubes un diminuto objeto negro que parecía como si fuese a caer cerca de Downing Street.
Mi coche había ido allí a recoger la correspondencia y el chófer quedó sorprendido al ver que toda la gente que pasaba por ia Plaza del Parlamento se tendía súbitamente de bruces en el suelo. Se produjo una explosión sorda a no mucha distancia, y unos momentos después todo el mundo prosiguió su camino como si nada hubiese ocurrido.
La bomba había caído en la capilla de la Guardia Real, en el cuartel de Wellington, donde se celebraba una solemne función religiosa a la que asistían muchos distinguidos oficiales de aquella brigada. El proyectil dio de lleno en el edificio, que quedó destruido en un segundo. Murieron cerca de doscientos miembros de la Guardia, y sus parientes y amigos quedaron también sepultados, muertos o malheridos bajo el informe montón de escombros. Fue una verdadera tragedia.
Yo estaba aún en cama, despachando documentos oficiales, cuando regresó mi esposa. «La batería ha tenido que funcionar — me dijo lacónicamente—. La capilla de la Guardia Real está destruida.» Ordené en seguida que la Cámara de los Comunes trasladase de nuevo su sede a la Church House, cuyo moderno armazón de acero ofrecía una cierta mayor protección que el palacio de Westminster. Esto llevó aparejado el trajín que es de suponer.
En la primera sesión secreta que celebró la Cámara después del traslado, uno de los diputados preguntó con no reprimida indignación: «¿Por qué hemos vuelto aquí?» Antes, de que yo pudiese responder, intervino otro diputado: «Si Su señoria quiere darse una vuelta por Birdcage Walk, a pocos centenares de metros de este lugar verá satisfecha su curiosidad:». Prodújose un largo silencio y no se habló más del asunto. A medida que pasaban los días, iban siendo alcanzados los distintos barrios y suburbios de Londres. Unas 750.000 casas sufrieron daños, 23.000 de ellas sin reparación posible. Pero aunque Londres fue la zona más afectada, también lejos de sus límites se registraron bajas y daños.
Determinadas zonas de Sussex y Kent, conocidas popularmente con el nombre de «pasillo de las bombas» porque quedaban situadas en la .línea de paso de los proyectiles, pagaron un elevado tributo; y las bombas, aunque todas iban dirigidas al corazón de Londres, caían también en el espacio comprendido entre Hampshire y Suffolk. Una cayó cerca de mi casa, en Westerham, y mató, por atroz fatalidad, a veintidós niños sin hogar y a cinco personas mayores que se hallaban en un refugio construido para, ellos en pleno bosque.

Medidas defensivas de urgencia .
Nuestro Servicio de Información había previsto acertadamente seis meses antes cómo funcionarían los proyectiles dirigidos, pero no nos había sido posible organizar unas defensas adecuadas de cazas y artillería antiaérea.: Nuestros cazas más rápidos, desprovistos ya a tal efecto de toda la carga innecesaria y manejados con decisión por sus tripulantes, apenas si podían alcanzar a los velocísimos proyectiles.
Para mayor desdicha, el enemigo disparaba las bombas en descargas cerradas, con la esperanza de saturar nuestras defensas. Nuestro procedimiento normal de emprender el vuelo al recibir el aviso era demasiado lento, por lo cual los cazas tenían que mantenerse en servicio permanente de patrulla, localizando y persiguiendo a su presa con la ayuda de las indicaciones que les transmitían las estaciones de «radar» y los puestos de observación.
Las bombas volantes érán mucho más pequeñas que los aviones normales y por lo tanto, era difícil verlas y disparar contra ellas con éxito. Había pocas probabilidades de hacer blanco desde mucho más allá de trescientos metros; pero era peligroso abrir fuego desde menos de doscientos metros, pues la bomba, al estallar podía destruir al caza atacante. La llama roja de sus tubos de escape hacía que las bombas fuesen más visibles en la obscuridad, y durante las dos primeras noches nuestras baterías antiaéreas de Londres dispararon contra ellas y anunciaron que habían derribado muchas.
Esto fue una imprudencia; pues sirvió de orientación al enemigo respecto a la puntería. De no haber sido así, algunos de los proyectiles quizá habrían ido a caer en campo abierto, fuera de la capital. Fue suspendida, por lo tanto la acción artillera en la zona metropolitaria, y el 21 de de junio los cañones habían sido trasladados ya a la línea avanzada de los North Downs.
Muchas de las bombas volaban a alturas que al principio se consideraron «incómodas» para la artillería: escasas para los cañones pesados y excesivas para las otras piezas; pero afortunadamente, luego resultó posible utilizar aquéllos contra objetivos más bajos de lo que al principio se había creído.
Habíamos imaginado, naturalmente, que algunas de las bombas no serían alcanzadas por los cazas ni por los cañones. Para hacer, frente a esta contingencia instalamos una vasta barrera de globos al sur y al sudeste de Londres. En el curso de la campaña la barrera en cuestión «cazó» 232 bombas, cada una de las cuales habría caído casi inevitablemente en algún punto de la zona londinense.
No nos habíamos limitado, empero, a las medidas defensivas.. Las primeras rampas de lanzamiento instaladas en Francia, noventa y seis en total, desde las cuales tenían que haber sido disparadas las bombas, venían siendo violentamente atacadas por nuestros bombarderos desde diciembre de 1943 y la mayoría de ellas habían quedado eliminadas. Pero a pesar de todos nuestros esfuerzos, el enemigo había logrado realizar el ataque desde otras rampas situadas en puntos menos visibles, y las bombas atravesaban nuestras defensas en cantidades que, aun siendo menores de lo que el enemigo había esperado originalmente, nos planteaban considerables problemas. . . . .
Durante la primera semana, del bombardeo retuve en mis manos la dirección-de la defensa. Pero el 20 de junio, la transferí a un Comité, presidido por Duncan Sandys (hijo político del primer ministro, a la sazón secretario parlamentario del Ministerio de Abastecimientos), al cual dimos el nombre convencional de «Crossbow» («Ballesta»), Formaban parte del Comité el mariscal de aviación Bottomley,, subjefe del Estado Mayor del arma, aérea; el mariscal aviación Hill, jefe de la defensa aérea de la Gran Bretaña, y el general Pile, jefe del servicio dé defensa antiaérea.

Londres no flaqueará jamás
El 6 de julio expliqué a la Cámara de los Comunes las medidas que el Gobierno había adoptado desde principios de 1943. En todo caso, nadie podía decir que el ataque nos había cogido por sorpresa. Nadie protestó. Todo el mundo comprendía que era preciso soportar aquella prueba que nuestras esperanzas de avance victorioso en Normandía hacían más llevadera. 
Se habían tomado las medidas oportunas para la evacuación de mujeres y niños, así como para poner en servicio los refugios profundos. que hasta entonces habíamos mantenido en reserva y dije que haríamos cuanto fuese humanamente posible para hacer fracasar .aquel nuevo ataque; pero terminé con unas palabras que parecían adecuadas al tono de aquella hora crucial: «No cabe pensar én permitir que se produzca la más ligera debilitación en el esfuerzo combativo con objeto de reducir en importancia unos daños que, aun cuando produzcan amargos sufrimientos a muchas personas y modifiquen en cierto modo la normalidad de la vida y la industria de Londres, no se interpondrán nunca entre la nación británica y su deber en la vanguardia de un mundo victorioso y vindicador.
Para algunos puede representar un consuelo saber que están compartiendo en no escasa medida. los azares de nuestros soldados que luchan en ultramar, y que los golpes que sobre ellos caen disminuyen los que bajo otras  formas habrían afligido a nuestros combatientes y a sus aliados. Pero de una cosa sí estoy seguro: de que Londres no será vencido nunca ni faqueará jamás, y que su gloria, triunfante de todas las pruebas, brillará entre los hombres a través de los siglos.»
Sabemos ahora que Hitler estaba convencido de que la nueva arma sería «decisiva» para modelar su versión perspnal y retorcida de la paz. Incluso sus asesores militares, que no estaban tan ciegos como su amo, esperaban que la agonía de Londres nos induciría a lanzar algunos de nuestros ejércitos a un desembarco catastrófico en el Paso de Calais, en un intento desesperado de apoderarnos de las rampas de lanzamiento de bombas. Pero ni Londres ni el Gobierno flaquearon, y el 18 de junio pude asegurar al general Eisenhower que soportaríamos la prueba hasta el fin, sin pedir que introdujera cambio alguno en sus planes estratégicos para la campaña de Francia.

Contraataques eficaces
Nuestros bombardeos contra las instalaciones de lanzamiento prosiguieron durante  algún  tiempo, pero antes de terminar el mes de junio se hizo ya evidente que aquellos objetivos eran de menor cuantía.

El mando del servicio de bombardeo, deseoso de contribuir con más eficacia a aliviar los sufrimientos de Londres, buscó otros objetivos mejores, y no tardó en encontrarlos. Los depósitos principales de bombas volantes en Francia se hallaban entonces en unas  cuantas cuevas naturales en los alrededores de París, utilizadas durante mucho tiempo por los cultivadores franceses de setas. Una de tales cuevas, en St. Leu d'Esserent, en el valle del Oise, era capaz, según los cálculos alemanes, para unas dos mil bombas. De allí había salido el setenta por ciento de los proyectiles disparados en junio.
A principios de julio fue totalmente destruida por nuestra aviación, que descargó allí sus bombas de mayor peso con objeto de hundir la bóveda de la cueva. Otra de ellas, cuya capacidad se calculaba en un millar de proyectiles, fue aplastada por bombarderos norteamericanos. Hoy sabemos que por lo menos trescientas bombas volantes quedaron irremediablemente sepultadas en esta última gruta. 
Nuestros bombarderos no lograron los éxitos reseñados sin pérdidas. De todas nuestras fuerzas, aquéllas fueron las que primero actuaron contra las bombas volantes. Habían atacado oportunamente centros de investigación y fábricas en Alemania, así como puestos de lanzamiento y depósitos de proyectiles en Francia. Al terminar la campaña habían muerto en la defensa de Londres unos dos mil hombres de la aviación de bombardeo británica y aliada.

La «V-l» dominada

En el cuartel general de la defensa aérea de la Gran Bretaña se había, dedicado especial atención al papel que debían desempeñar los cazas, y la artillería.
Al principio nuestro dispositivo parecía bastante acertado: patrullas de cazas sobre el Canal de la Mancha y sobre una buena parte de los condados de Kent y Sussex. por dollde las bombas pasaban dispersas, y artillería antiaérea concentrada: en un cinturón más cerca de Londres, donde las bombas iban formando un frente más compacto a medida que se acercaban a su objetivo. Pero en la segunda semana de julio el general Pile y algunos, otros técnicos llegaron a la conclusión de que los cañones podían actuar con mayor eficacia, sin interferir la acción de los cazas, trasladando las baterías a la misma costa. Tras unos días de ligero desconcierto, el nuevo sistema dio excelentes resultados. Hacia fines de agosto tan sólo una bomba de cada siete llegaba hasta la zona londinense. La fecha en que se batió el «record» en este aspecto fue el 28 de agosto. Aquel día el enemigo disparó noventa y cuatro bombas.
Fueron destruidas todas menos cuatro. La barrera de globos interceptó dos, los cazas veintitrés y los cañones sesenta y cinco. La «V-l» había sido dominada. Los alemanes, que observaban atentamente la acción de nuestros cañones desde el otro lado del Canal estaban asombrados ante  el éxito de nuestra artillería. No habían resuelto aún el misterio cuando en la primera semana de septiembre sus puestos de lanzamiento fueron ocupados por el victorioso y rápido avance de los ejércitos británico y canadiense desde Normandía hasta Amberes.

Coordinación de fuerzas
Aunque después los alemanes nos hostilizaron de vez en cuando con bombas volantes lanzadas desde los aviones y con unas pocas bombas de largo alcance desde Holanda, la amenaza tuvo a partir de entonces un carácter insignificante.

En total el, enemigo disparó contra Londres unas ochó mil bombas, de las cuales dieron en el blanco unas dos mil cuatrocientas. El total de bajas entre nuestra población civil fue de seis mil ciento ochenta y cuatro muertos y diecisiete mil novecientos ochenta y un heridos graves.  Nuestro Servicio de Información había desempeñado un papel importantísimo. Conocimos con tiempo suficiente las dimensiones del arma y la forma en que la misma había de «comportarse», así como la proyectada intensidad del ataque. Esto nos permitió poner a nuestros cazas en condiciones de hacer frente a aquella ofensiva. Gracias también al mencionado Servicio fueron localizados los puestos de lanzamiento, con lo cual nuestros bombarderos pudieron primero retrasar el ataque y luego mitigar su violencia.
Pero el Servicio de Información, a pesar de su eficacia, habría sido inútil por sí solo. Los cazas, los bombarderos, la artillería, los globos, los hombres de ciencia, la Defensa Civil y toda la organización situada tras ellos cumplieron sus respectivas misiones hasta el máximo. Fue una defensa bien concertada y en gran escala, coronada por el triunfo dé nuestros ejércitos en territorio francés.




La Vanguardia 06-11-1953

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