dissabte, 27 de maig del 2017

Memorias de Winston S. Churchill XXVI

LA SEGUNDA GUERRA . MUNDIAL



Jornadas finales en Crimea
El 8 de febrero de 1945 el presidente Roosevelt y Mr. Harriman discutieron con Stalin, en Yalta, las reivindicaciones territoriales rusas en Extremo Oriente. Aparte del intérprete ruso, el único que asistió a aquella conversación de carácter privado fue Mr. Charles Bohlen, del Departamento de Estado, que desempeñó asimismo la función de intérprete.
Reivindicaciones rusas en Extremo Oriente
Dos días más tarde prosiguieron las deliberaciones y las peticiones rusas fueron aceptadas con ciertas modificaciones. El 10 de febrero, por la tarde, en el curso de una charla que sostuve a solas con Stalin, le hice algunas preguntas sobre este particular.
Me contestó que deseaba una base naval, concretamente Port Arthur Los norteamericanos hubiesen preferido que los puertos de aquella zona en poder de los japoneses fuesen colocados bajo control internacional, pero los rusos querían salvaguardar sus propios intereses.
Al día siguiente me sometieron el acuerdo que había sido redactado en la tarde anterior por Roosevelt y Stalin, y yo lo firmé en nombre del Gobierno británico. Me referí a estas negociaciones algún tiempo después en un telegrama dirigido el 5 de julio a los primeros ministros de los Dominios: Con el mayor secreto. Stalin nos hizo partícipes a Roosevelt y a mí, durante la conferencia de Crimea, de la voluntad del Gobierno soviético de entrar en guerra contra el Japón a los dos o tres meses de la capitulación de Alemania, en las siguientes condiciones:

«a) Mantenimiento del «statu quo» en la Mongolia exterior.
b) Restablecimiento de los derechos rusos perdidos en 1904, es decir:
Primero. Devolución a la U.R.S.S, de la parte meridional de Sakalin y de las islas adyacentes.
Segundo. Internacionalización del puerto comercial de Dairen, con salvaguardia de los_ intereses preponderantes de la U.R.S.S, y retorno al sistema de arriendo de Port Arthur como base naval soviética.
Tercero. Explotación conjunta por parte de una sociedad chino-soviética del ferrocarril del Este de China y del ferrocarril Sud-manchuriano, quedando bien entendido que los intereses preponderantes de la U.R.S.S. serán salvaguardados y que la China conservará su plena soberanía en Manchuria.
c) Transferencia de las islas Kuriles a la U.R.S.S.
Estas condiciones han quedado incluidas en un acuerdo personal entre Roosevelt, Stalin y yo.»
Requerían, naturalmente, la conformidad de chiang kai shek, y Roosevelt se encargó de obtenerla atendiendo un ruego de Stalin.

Brindis Intencionados
El 10 de febrero me correspondió a mí presidir nuestra cena de despedida. Varias horas antes de la que se había fijado para la llegada de Stalin se presentó en la Villa Vorontzov un pelotón de soldados rusos. Cerraron con llave las puertas del salón en que debía celebrarse el ágape.
Apostaron centinelas fuera de la estancia y ya no se permitió entrar a nadie. Acto seguido los soldados lo registraron todo, Incluso debajo de las mesas.
Mi personal hubo de salir al exterior de la casa para trasladarse de sus oficinas a las habitaciones en que estaban instalados. Cuando todo estuvo en orden, llegó el mariscal Stalin, de un humor excelente, seguido poco después por el presidente Roosevelt.
En la cena ofrecida en el palacio Yusupov, Stalin había brindado a la salud del Rey en una forma que, aun cuando quería ser amable y respetuosa, a mí no me había, gustado.
Dijo que, en general, él había sido siempre hostil a los reyes y por principio se situaba al lado del pueblo y no de ningún monarca; pero en el curso de aquella guerra había aprendido a sentir estima por el pueblo británico, que honraba y respetaba a su Rey. Proponía, pues, que bebiésemos a la salud del rey de Inglaterra.
Poco satisfecho con esta fórmula, rogué a Molotof que explicase a Stalin que en lo sucesivo podía soslayar todos sus escrúpulos brindando a la salud de «los tres jefes de Estado».
Una vez convenido esto, yo puse en práctica el nuevo sistema:
«Propongo un brindis a la salud de Su Majestad el Rey, del presidente de los Estados Unidos y del presidente Kalinin de la U.R.S.S., jefes de los tres Estados.»
Mr. Roosevelt, que parecía muy fatigado, respondió: — El brindis del primer ministro me recuerda muchas cosas. En 1933 mi esposa visitó una escuela de nuestro país. Quedó sorprendida al ver en una de las clases un mapa con un gran espacio en blanco. Preguntó qué significaba aquello, y le dijeron que no les estaba permitido pronunciar el nombre de aquel lugar: era la Unión Soviética.

Este incidente fue una de las razones que me indujeron a escribir al presidente Kalinin rogándole que enviara un representante a Washington con objeto de discutir el establecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países.
Tal es la historia de nuestro reconocimiento de Rusia. Me correspondía a continuación brindar a la salud del mariscal Stalin: «He ofrecido ya este brindis en diversas ocasiones. Esta vez lo hago con mayor cordialidad aún, no por el hecho de que el triunfo del mariscal sea ahora mayor, sino porque las victorias y la gloria de las armas rusas le han hecho mas tratable de lo que lo era en los tiempos difíciles que todos hemos conocido. Creo que, sean cuales fueren las divergencias que puedan subsistir entre nosotros respecto a determinados asuntos que puedan subsistir entre nosotros respecto a determinados asuntos, tiene en la Gran Bretaña un país amigo de verdad... Hubo un tiempo en que el mariscal se mostraba menos benévolo hacia nosotros, y recuerdo ciertas palabras bastante duras que pronuncié acerca de él; pero nuestros peligros comunes y nuestra lealtad recíproca han borrado todo eso. El fuego de la guerra ha consumido todos los recelos del pasado.
Creemos tener en él un amigo que merece toda nuestra confianza, y yo espero que él seguirá experimentando los mismos sentimientos respecto a nosotros. Hago votos por que viva para ver a su amada Rusia no sólo victoriosa en la guerra; sino también dichosa en la paz.»
Stalin contestó en términos muy amables. Tuve la impresión de que la fórmula de; «los tres jefes de Estado» le había parecido muy adecuada a nuestras reuniones tripartitas. No poseo el texto de su alocución. 

Charla intrascendente
Incluyendo a los intérpretes, no éramos en total más allá de una docena de personas, y una vez terminados los formulismos oficiales nos pusimos a conversar en grupos de dos o tres. Yo había hablado de las elecciones generales que debían celebrarse en el Reino Unido después de la derrota de Hitler.
A juicio de Stalin, mi posición era segura «porque el pueblo comprendería que necesitaba un jefe, ¿y quién mejor para ello que el hombre que había alcanzado la victoria en la guerra?»
Yo le expliqué que en la Gran Bretaña teníamos dos partidos y que yo pertenecía solamente a uno de ellos.  — Un solo partido es mucho mejor — dijo Stalin con profunda convicción. El presidente Roosevelt se refirió entonces a la Constitución británica. Dijo que yo estaba hablando siempre de lo que ésta permitía y de lo que no permitía, cuando la verdad era que no existía Constitución alguna. De todos modos, una Constitución no escrita era preferible a una Constitución escrita.
Lo mismo pasaba con la Carta del Atlántico. Él documento no existía, pero todo el mundo, había oído hablar de él. Entre sus papeles había encontrado una copia firmada por él y por mi, pero lo curioso era que ambas firmas habían sido puestas de su propio puño y letra. Yo repuse que la Carta del Atlántico no era una ley, sino una estrella. Siguiendo nuestra conversación, Stalin se refirió a lo que el llamaba «el ilógico sentido de la disciplina en la Alemania del Kaiser», y relató un incidente ocurrido cuando estuvo en Leipzig en su juventud. Habla llegado con un grupo de doscientos comunistas alemanes para asistir a una reunión de la Internacional.
El tren entró en la estación puntualmente, pero el empleado que cuidaba de recoger los billetes no estaba en la puerta de salida.
Todos los comunistas alemanes esperaron, pues, dócilmente por espacio de dos horas para abandonar el andén, con lo cual ninguno de ellos pudo asistir a la reunión que les había obligado a efectuar un largo viaje. La velada transcurrió agradablemente en aquella atmósfera de distensión.
Cuando el mariscal se dispuso a marcharse, encontró a la mayor parte de los miembros de la delegación británica, que se habían reunido en el vestíbulo de la «villa». Yo pedí entonces «tres hurras por el mariscal Stalin», que fueron lanzados con gran entusiasmo,

«Tio José» y «Tío Sam»
Durante nuestra estancia en Yalta hubo otra ocasión en que tas cosas no discurrieron con tanta placidez.

Mr. Roosevelt, que era el anfitrión en un banquete, dijo en voz alta que él y yo nos referíamos siempre a Stalin qon el nombre de «tío José» en nuestros telegramas secretos.
Yo le había sugerido anteriormente que se lo dijese en privado, pero en vez de atender mi indicación, el Presidente quiso hacerlo a título de broma para regocijo de toda la concurrencia. Esto provocó una situación harto embarazosa. Stalin se mostró ofendido. — ¿Cuándo puedo abandonar esta mesa? — preguntó colérico. Por fortuna, Mr, Byrnes resolvió el problema con una observación oportuna. — Después de todo — dijo —, ustedes hablan tranquilamente del «tío Sam». ¿Qué hay de, malo, por tanto, en lo de «tío José»? Ante estas palabras, el mariscal se calmó y Molotof me aseguró después que había comprendido la broma. Sabía ya que en el extranjero mucha gente le llamaba «tío José» y sé daba cuenta de que este nombre se le daba en forma amistosa, como una expresión de afecto.

Balaclava... y los tanques alemanes
El día siguiente, domingo, 11 de febrero fue el último de nuestra visita a Crimea. Como suele suceder en esta clase de reuniones, quedaban pendientes de solución muchos y graves problemas.

El comunicado relativo a Polonia definía en términos generales una política que, si hubiese sido aplicada con lealtad y buena; fe, habría podido cumplir su misión en espera del tratado, general de paz. 
El acuerdo acerca del Extremo Oriente, concertado por el Presidente y sus consejeros con los rusos para inducir a éstos a participar en la guerra contra el Japón, no era de los gue nos afectaban directamente.
Después se ha convertido en objeto de violentas controversias en los Estados Unidos. Mr. Roosevelt tenía prisa por volver a su país. Pensaba detenerse en Egipto durante el viaje de regreso para discutir los asuntos del Oriente Medio con diversos, magnates. Stalin y yo almorzamos con él en la antigua , sala, de biliar del Zar, en el palacio de Livadia.
Durante la comida firmamos; los documentos, definitivos, así como los comunicados oficiales, A partir de aquel momento todo dependía del espíritu con que fuesen llevados a la práctica.
Aquella misma tarde mi hija Sara. y yo nos trasladamos en coche a Sebastopol, donde estaba anclado el paquebote «Franconia». Subimos a bordo, donde se reunieron conmigo sir Alan Brooke y los otros jefes de Estado Mayor. Desde cubierta contemplamos el puerto, que los alemanes hablan destruido prácticamente, a pesar de lo cual volvía a reinar allí gran actividad, y por la noche incontables luces iluminaban las ruinas.  Yo tenía interés en ver el canpo de batalla de Balaclava (1854: guerra de Crimea) y rogué al brigadier Peaké, del Servicio de Información de nuestro Ministerio de la Guerra, que organizase aquella pequeña excursión y se dispusiese a acompañarnos.

El 13 de febrero, por la tarde, visité aquellos famosos parajes, en compañía de los jefes de Estado Mayor y del almirante ruso que mandaba la flota del Mar Negro, el cual había recibido orden de Moscú de ponerse a mi disposición cada vez que yo bajase a tierra. Un tanto incómodos por la violencia que aquello podía suponer, procurábamos andar con mucho tacto en lo que decíamos, a fin de no herir los sentimientos de nuestro anfitrión. Pero la verdad es que no debíamos habernos preocupado tanto.
Al indicarnos Peake la línea en que la brigaia ligera  se había concentrado antes de emprender su célebre carga, el almirante ruso, señalando aproximadamente en la misma dirección, exclamó: «Sí, los tanques alemanes avanzaron por allí sobre nosotros.» Al poco rato, mientras Peate nos explicaba la disposición de las líneas rusas y señalaba hacia las alturas detrás de las cuales habían emplazado su infantería, el almirante ruso intervino con manifiesto orgullo: «En efecto, allí es donde una batería rusa luchó hasta el último hombre.»
Yo consideré oportuno explicarle que estábamos hablando de otra guerra, de «un conflicto entre dinastías, no entre pueblos».
Nada nos hizo suponer que nuestro anfitrión hubiese comprendido lo que se le decía, pero pareció sentirse muy satisfecho, con lo cual todo transcurrió agradablemente.

Sebastopol-Atenas-Alejandrla
Yo me había encariñado con la idea de hacer el viaje hasta Malta por via marítima a traves de los Dardanelos, pero creí que tenía la obligación de hacer una visita-relámpago a Atenas con objeto de apreciar personalmente cómo estaban las cosas después de  los recientes disturbios. Así, pues, el 14 de febrero, a primera hora, partimos en automóvil hacia Saki, donde nos aguardaba nuestro avión.

Eden ya se había marchado antes. En el aeródromo estaba formada una espléndida guardia de honor, compuesta de tropas de la N.K.V.D. Yo las revisté como suelo hacerlo,mirando fijamente a cada, individuo a los ojos. Esto requirió algún tiempo, pues eran por lo menos doscientos soldados, pero la Prensa soviética comento el gesto de un modo favoble.

Antes de subir al avión pronuncié una breve alocución de despedida. Volamos sin novedad, hasta Atenas. En el aeródromo nos recibieron el embajador británico, Mr. Leeper, y el general Scobie. Habían transcurrido tan sólo siete semanas desde mi salida de la capital griega desgarrada por la lucha en las calles. Ahora la atravesamos en un coche descubierto, mientras una delgada línea de soldados griegos, ataviados con los típicos faldellines, contenía a una muchedumbre que gritaba entusiasmada en las mismas calles  en que centenares de hombres habían muerto durante los días navideños, o sea, la última vez que yo había visto la ciudad.
Aquella tarde se reunieron en la Plaza de la Constitución unas cincuenta mil personas. La suave claridad del anochecer iba extendiéndose por aquellos escenarios clásicos. El espectáculo era una auténtica maravilla, Yo no había tenido tiempo para preparar ningún discurso.
Además nuestros servicios de seguridad habían considerado esencial que llegásemos casi de improviso. Así, pues, me limité a dirigir a la multitud una breve arenga. Cené en la Embajada, cuya parte exterior ostentaba las cicatrices de las balas, y el 15 de febrero, al amanecer, saltmos en un avión hacia Egipto. En Alejandría subí a bordo del buque británico  «Aurora»,
Yo no había intervenido para nada en las deliberaciones entre el Presidente y los monarcas del Oriente Medio que habían sido invltados a reunirse con él: Ibn Saud, Hailé Selassié y el rey Faruk. Dichas conversaciones habían tenido efecto a bordo del «Quinar», que durante aquellos días estuvo anclado en el Lago Amargo. El crucero norteamericano entró en el puerto de Alejandría  última hora de la mañana y poco después me trasladé yo allí para celebrar la que había de ser mi última charla con el Presidenta. Luego almorzamos en su camarote, en familia. Conmigo estaban Sara y Randolph, También se sentaron a. la mesa con nosotros Mrs. Boetüger, hija de Mr. Roosevelt, Harry Hopkins y Mr. Vmant.
El Presidente parecía tranquilo, pero fatigado. Tuve la impresión de que sólo le unía a la vida un hilo muy tenue. Ya no hábil de volver a verle. Nos, despedimos con muestras de gran afecto. Aquella misma tarde todo el grupo presidencial emprendió el viaje de regreso a América.


Electos inmediatos de la conferencia
El 27 de febrero, al mediodía, pedí a la Cámara de los Comunes que aprobase los resultados de la conferencia de Crimea, La reacción general fue de apoyo sin reservas a la actitud que habíamos adoptado en Yalta.

Existía, empero, muy vivo el sentimiento de nuestras obligaciones morales respecto a los polacos, que tanto habían sufrido bajo el dominio de los alemanes y por quienes en última instancia, habíamos entrado en guerra. Tan intenso era aquel sentimiento entre un grupo de unos treinta diputados, que algunos de ellos se pronunciaron contra la moción que yo había presentado. Se notaba una sensación de angustia ante la idea de que quizá algún día veríamos a una heroica nación caer en la esclavitud. Mr. Eden me apoyó.
Al llegar la hora de la votación, el segundo día del debate, obtuvimos una aplastante mayoría; pero veinticinco diputados, casi todos conservadores, votaron contra el Gobierno.
Además once miembros del propio Gobierno se abstuvieron. Mr. H, G. Strauss, que era secretario parlamentario del  Ministerio de Planificación Urbana y Rural, dimitió a los pocos días. Los que en tiempos de guerra o en situaciones graves tienen a su cargo la ardua tarea de enfrentarse con los acontecimientos no pueden limitarse pura y simplemente a formular declaraciones sobre principios de carácter general acerca de los cuales están de acuerdo todas las personas dignas.
Tienen que tomar decisiones concretas sobre la marcha. Tienen que adoptar posturas y mantenerlas con firmeza, pues de otro modo no hay posibilidad de establecer una línea de acción bien concertada.
Cuesta poco, ahora que los alemanes están vencidos, condenar a quienes hicieron todo lo que estuvo en su mano para estimular el esfuerzo militar de los rusos y mantener un contacto armonioso con nuestro gran aliado, que había sufrido tan terriblemente. ¿Qué habría ocurrido si nos hubiésemos puesto a reñir con Rusia cuando los alemanes tenían aún trescientas o cuatrocientas divisiones en el frente de lucha? Nuestras esperanzas no habían de tardar en verse defraudadas. Con todo, eran las únicas que podíamos abrigar en aquella época

La Vanguardia  09-12-1953


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